sábado, 10 de septiembre de 2011

Reflexiones sobre el dolor que no se supera

Por Adriana Jarava-González

Parece mentira, pero ya pasó una década de los terribles ataques del 11 de septiembre del 2001, y sin embargo es como si hubiese pasado ayer. Nuestra vida en Estados Unidos ya no ha sido la misma desde entonces, y nos ha tocado aprender a vivir con las secuelas esos atentados.


En el 2008 tuve la oportunidad de visitar la iglesia de Saint Paul, que se convirtió en el refugio de rescatistas, policías y voluntarios que entregaron sus vidas para salvar a otros. Este templo sagrado se convirtió desde aquel aciago día en una especie de museo que guarda tributos y recuerdos de muchas víctimas. Aunque no tuve la suerte de conocer a ninguno de ellos personalmente, al entrar allí es inevitable que se le forme a uno un nudo en la garganta y que las lágrimas comiencen a rodar.


Adentro, cientos de rostros sonrientes saludan a los visitantes, esas sonrisas congeladas en el tiempo a través de las fotos traídas por sus seres queridos, cuentan en silencio su historia, una historia truncada por mentes maquiavélicas, que no se tocaron el corazón para dejar a tantas familias destruidas. Lo que nunca lograron destruir fue el amor que se hizo más fuerte, más allá de la muerte.


La historia que más me conmovió fue la que me contó un rescatista, que nadie sabe quién era, su uniforme polvoriento permanece sentado sobre una banca frente al altar con sus botas sucias desde ese día. No necesitaba palabras porque solo verlo te habla de la valentía de su dueño, que entregó su vida tratando de rescatar heridos de entre los escombros de las torres gemelas, al igual que la de tantos otros bomberos, paramédicos y policías caídos cumpliendo su deber. A un costado decenas de insignias quedaron colgadas como recuerdo de esos héroes que sin importar de dónde eran, llegaron a este lugar para apoyar a sus colegas.
 

Cada vez que se acerca esta fecha muchos reflexionamos sobre este terrible episodio de nuestra era, pero sobre todo nos unimos a esas familias cuyas heridas no han podido cicatrizar en todo este tiempo, y que probablemente no cicatrizarán… lo sé muy bien porque Doña Ramona Schroeder, quien perdió a hija Lorraine, me ha dicho que es imposible para una madre superar semejante dolor, aunque no queda más remedio que aprender a vivir con ese dolor… solo el amor de su familia y amigos lo ha hecho más llevadero.
Que Dios nos proteja y evite que más muertes inocentes nos llenen de dolor. Que su amor ilumine nuestras almas y su paz se imponga en cada rincón de nuestro planeta.



Fotos: Adriana Jarava-González

domingo, 29 de mayo de 2011

No es cosa de juego

Recuerdo que cuando era niña, criticaba los juegos rudos de los niños. Pensaba que lo único que les gustaba era matarse con cualquier excusa, ya sea jugando a los policías y ladrones, a la guerra o a los vaqueros. No podía entender qué placer podían sentir intercambiándose tiros, cuando había cosas menos agresivas y más divertidas que jugar.
¿Qué puedo decir ahora? cuando, por ejemplo, en México muchos niños de esta generación ya ni siquiera quieren jugar a los policías, porque está más de moda ser sicario, o en países como Afganistán y Pakistán, donde los pequeños pretenden ser terroristas.

Por supuesto que los niños son un reflejo de nuestras familias, hace años lo experimenté mientras dictaba clases de inglés básico en una escuela primaria. En Panamá atravesábamos una terrible crisis económica. Eran los tiempos de la dictadura militar y los bancos tenían tooooodas las cuentas congeladas, me parece que fueron como dos o tres años que no teníamos liquidez y muchos perdieron sus empleos. Las escuelas públicas se sobre poblaron, todos vivíamos en estado de ansiedad y zozobra. El comportamiento de los niños me permitió ver la verdadera situación familiar y social del país. Algunos mostraban un comportamiento rebelde, mientras otros parecían deprimidos o distraídos. Había un salón de clases al que le apodé el "Twilight Zone". Normalmente la escuela solo tenía dos salones de sexto grado, pero al aumentar el número de estudiantes, hubo que abrir uno más y a ese enviaron a los peores alumnos. No se pueden imaginar lo que era entrar ahí. Las películas de estudiantes mal portados se habían quedado cortas. Me tocó utilizar la sicología y la creatividad para poder ganarme el respeto de ese grupo y persuadirlos de que la educación era el camino para salir de la pobreza y los problemas que todos vivían en sus hogares.

Para mí, esos niños que juegan a ser sicarios o terroristas reflejan ese estado de desidia de los adultos de hoy, cada vez más alejados de los valores espirituales y morales de otros tiempos. Es como si les importara poco o nada el futuro de esos niños. Lo más curioso es que muchos se reúsan a aceptar el fin del mundo, nada más hace unos días se comentaba en todas partes, sobre la campaña de un pastor, que aseguraba que el temido fin era inminente, mientras algunos se preocuparon, la mayoría celebraba, burlándose de lo que decía el apocalíptico pastor. Francamente no creo que haga falta vaticinar nada, si nuestra sociedad está cavando su propia tumba, no con una pala, sino con un bulldozer. Si no cambiamos el rumbo de nuestra niñez, no habrá mucho que esperar del mañana, ya que las masacres serán cosa de todos los días, mucho más de las que vivimos hoy, de modo que nosotros mismos nos extinguiremos irremediablemente, y eso sin la ayuda de una catástrofe natural.